Por Florencia González.-
¿Qué pasa con nuestra identidad cuando cambiamos de escenario? La moda como refugio, lenguaje y recuerdo.

Viajar es mucho más que sentarse en un avión. En ese camino hay cierta libertad, una que no se siente parecida a otras y que te abre nuevos horizontes: viajar es aprender a vivir de nuevo. Y como cuando somos niños y vamos creciendo, empezamos a elegir qué usaremos en el próximo destino, porque eso define quiénes somos. Podríamos decir que un viaje empieza mucho antes de subirse al avión. Empieza cuando lo imaginamos, lo soñamos, lo planeamos y esa noche en la que empezás a llenar la valija, esa que no solo lleva lo que vas a necesitar, sino que lleva parte de lo que sos y de lo que pretendés ser.

Cuando viajamos no solo cambiamos de lugar, sino también de piel. Seleccionar la ropa que vamos a usar se convierte en un ritual y es una especie de bitácora textil del viaje. En este proceso —el de guardar en una valija tus deseos, anhelos, miedos (y también ropa)— se siente una licencia que muchas veces no nos damos en nuestro lugar de origen. Elegir qué vamos a usar en nuestro viaje es más que solo doblar ropa: es una declaración. ¿Cómo me voy a ver? ¿Qué quiero mostrar? ¿Mi ropa será acorde a la cultura que voy a visitar? En ese acto íntimo de elegir ropa para otro paisaje, empieza a desplegarse una versión distinta de nosotros mismos. La valija se convierte en una extensión de nuestra identidad.

“La moda debería ser una forma de escape, no de aprisionamiento”, dijo alguna vez Alexander McQueen. Quizás por eso, cuando viajamos, nos vestimos distinto. Porque el viaje —como la moda— es una forma de fuga: de lo cotidiano, de los roles, de la mirada ajena.

La moda siempre fue más que apariencia. Es lenguaje, es gesto, es expresión, es pertenencia. En los viajes, ese lenguaje se vuelve aún más expresivo porque dejamos atrás los códigos del lugar que habitamos y entramos en otro universo simbólico. Lo que usamos dialoga con el clima, con la arquitectura, con el ritmo de las calles. Pero también con la libertad de saber que nadie nos conoce. Ese anonimato abre la posibilidad de vestirnos sin miedo.

Viajar no solo implica conocer un lugar nuevo, sino que además abre un mundo de oportunidades que podemos aprovechar para sumergirnos en una nueva cultura, aprender costumbres y formas de ver la vida. El ritmo, el clima o la cultura de una ciudad te hacen cambiar tu forma de vestir porque encontramos ese anonimato que nos da cierto placer.

En mis viajes a Londres me vestí, compré y usé ropa que no suelo ponerme en mi ciudad. Claro que el clima fue un factor importante: el cielo gris londinense me obligó a comprar un par de pilotos para el agua, trenchs y paraguas (varios), que se volvieron mis prendas preferidas… así como las Hunter boots embarradas que llevo a cada festival y que formaron parte de una identidad que se estaba reescribiendo en tiempo real.
También encontré esas prendas que no solo son telas, sino que son un recuerdo, un olor, una textura. Como los abrigos vintage encontrados en los establos de Camden Market: un tapado de piel sintética negro que fue refugio para el frío de una mañana, y otro color miel que parece sacado de Almost Famous y pude usar un solo día porque quería estrenarlo, pero la verdad es que hacía bastante calor y cuando volví ya estabamos en primavera.

También recuerdo un vestido artesanal que compré en el festival de Glastonbury: único, jamás vi otro igual de este lado del Atlántico. En esos mismos días llevé, además, un poncho. Quizás me hizo sentir más en casa, quizás quería demostrar mis raíces. Me acuerdo de que lo combiné con las Hunter y una vincha con flores: parecía salida de un documental de Woodstock de los ‘70. Podría asegurar que no usaría ese look para andar por mi ciudad.

En el último viaje fui a conocer (y comprar) al pop-up store de Oasis en Carnaby Street, donde tenían toda la ropa de la gira Live ‘25 y la collab con Adidas. Puedo asegurar que no es sólo ropa, sino piezas de colección: lo que me traje de ese local es lo que soy, cuenta mi historia y mi pasión. Esas prendas no solo están en mi guardarropas: estuvieron conmigo presenciando la reunión de música más histórica del siglo XXI. Por eso, no es solo ropa: es quien soy.

Viajar es vestirse de otro modo, habitar una identidad en movimiento. La moda, entendida como lenguaje, nos permite narrar ese tránsito: quiénes somos, qué dejamos atrás, qué versión nuestra emerge cuando nadie nos conoce.

McQueen decía que la moda debía ser una forma de escape. Y quizás viajar sea eso mismo: un ejercicio de libertad, un permiso para vestirnos sin miedo, para reinventarnos en cada destino. Cada prenda que guardamos en una valija no solo cumple su rol utilitario —como protegernos del clima—, sino que también nos escuda del olvido. Nos recuerda que, de alguna forma, somos todos los lugares que alguna vez habitamos. Las fotos se borran, los recuerdos se confunden, pero las prendas guardan el olor, la textura, el instante.


